Cuando muere alguien mayor, aunque haya tristeza, resulta algo natural, es ley de vida, se sufre más por su dolor, por la tiranía de algunas enfermedades, que por la muerte en sí, al fin y al cabo casi siempre les trae el descanso.
Cuando murió mi padre, yo estaba con él en la ambulancia, no me produjo ninguna impresión, es más me alegré haber estado con él.
Yo nunca había tenido una relación especial con mi padre, ni buena, ni mala, cuando se puso enfermo, por circunstancias de la vida, fui a vivir a su casa, fue una especie de transacción, me empezó a hablar como una adulta, se disolvieron todos los rencores que se pueden tener con la figura paterna, en un año, hablé más con él que en toda mi vida. Fue un golpe de suerte, porque conocí a mi padre.
Sufrí por ver a la persona que siempre me había protegido, como alguien más débil que yo, por las miserias de un cuerpo que deja de responder y ahora que ya no está, es como si le hubiera integrado en mí misma, está ahí.
Cuando muere una amiga, de tu misma edad, ya es algo menos natural, la muerte empieza a pisarnos los talones, a avisarnos, eh! que podías haber sido tú!
Y lo más terrible, debe ser sobrevivir a la muerte de un hijo, cuando todavía debería tener más futuro y proyectos, que vida vivida, eso quiebra todas las reglas de la naturaleza y no le debería tocar a nadie vivirlo.
B. va por ti, por todas las lecciones que nos has dado de muerte y de vida.